30/10/10

Dios, nosotros…y un “poco de historia”.

En relación a un año más de la Reforma Protestante, pienso en esa falta de sentido histórico que nos afecta a los evangélicos, que no sólo se manifiesta en el desconocimiento de nuestra rica y leccionaria historia, sino también en esa actitud de falta de pertinencia del mensaje muchas veces hacia nuestro propio contexto, cayendo en un “espiritualismo docético y dualista”, que nos lleva a evadir nuestro deber y compromiso con el tiempo que nos toca vivir y ser agentes activo en la transformación de la realidad a la luz de la vivencia del Reino de Dios “ya presente” y yendo hacia su manifestación plena “el todavía no”, lo que no es otra cosa que ser parte de esa historia que está en marcha hacia el cumplimiento de los propósitos de Dios.

John Stott decía, “Los evangélicos hemos sido culpables de una falta de sentido de la historia, al no entender que cierto número de errores que estamos cometiendo hoy día, son los mismos en los que cayeron nuestros antepasados”. Las razones pueden ser variadas, como esa postura protestante teológica llevada al extremo; al decir, sólo la Biblia como fuente de autoridad doctrinal y práctica hasta el punto de excluir y anular cualquier otra área de inspiración teológica o devocional. Es la verdad sacada de quicio, mantenida sin equilibrio, pero no debemos rechazar de plano la riqueza de nuestra historia, sino que esta debería ser una herramienta permanente de análisis y conexión con ese pasado común de la iglesia, para seguir construyéndola cada día en Dios, asumiendo nuestra suficiencia bíblica y necesidad histórica.

La historia en cierta medida tiene un interés cálido, ya que nos introduce en la comunión universal de los santos, la contemplación admirada de unos hechos, unas personas y unas circunstancias cuyos orígenes están en el obrar de Dios en medio de su Pueblo, la Iglesia, y de esta manera esta historia se transforma en vida, obrar de Dios.

Al mirar la Reforma Protestante es insoslayable no mencionar a unos de los tantos hombres y mujeres que fueron parte de este proceso de renovación del cristianismo, pero sin lugar a dudas que la figura de Martín Lutero, cobra un singular puesto, que no amerita comentarios, sólo remitiéndome a citar su experiencia con la Epístola a los Romanos:

“…En efecto, me había sentido llevado por un extraño fervor de conocer a Pablo en su Epístola a los Romanos. Mas hasta aquel tiempo se había opuesto a ello no la frialdad de la sangre del corazón, sino una sola palabra que figura en el primer capítulo: ‘La justicia de Dios se revela en él (el Evangelio)’. Yo odiaba la frase ‘justicia de Dios’, porque por el uso y la costumbre de todos los doctos se me había enseñado a entenderla filosóficamente como la llamada justicia formal o activa, por la cual Dios es justo y castiga a los pecadores y a los injustos.

Empero, aunque yo vivía como monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios y estaba muy inquieto en mí conciencia sin poder confiar en que tuviese reconciliado por mi satisfacción. No amaba, sino más bien odiaba a ese Dios justo que castiga a los pecadores. Aunque sin blasfemia explícita, pero sin con fuerte murmuración, me indignaba sobre Dios diciendo: ¿No basta acaso con los míseros pecadores, eternamente perdidos por el pecado original, se vean oprimidos por toda clase de calamidades por parte de la ley del Decálogo? ¿Puede Dios agregar dolor al dolor con el Evangelio y amenazarnos también por Él mediante su justicia y su ira? Así andaba transportado de furor con la conciencia impetuosa y perturbada. No obstante, con insistencia pulsaba a Pablo en ese pasaje deseando ardientemente saber que quería.

Entonces Dios tuvo misericordia de mí. Día y noche yo estaba meditando para comprender la conexión de las palabras, es decir: ‘La justicia de Dios se revela en él, como está escrito: el justo vive por la fe’. Ahí empecé a entender la justicia de Dios como una justicia por la cual el justo vive como por un don de Dios, a saber por la fe. Noté que esto tenía el siguiente sentido: por el Evangelio se revela la justicia de Dios, la justicia ‘pasiva’, mediante la cual Dios misericordioso nos justificó por la fe, como está escrito: ‘El justo vive por la fe’. Ahora me sentí totalmente renacido. Las puertas se habían abierto y yo había entrado en el paraíso. De inmediato toda la Escritura tomó otro aspecto para mí”.

Creo que hasta el momento, esa falta de conciencia histórica, no nos ha permitido dimensionar las consecuencias en la historia y en las vidas de tantos, el impacto de este encuentro con la Palabra de Dios por parte de Lutero, sólo me remito a las siguientes palabras: “De ningún santo se ha escrito que tuviera que venir. Lutero, en cambio, tuvo que venir”. Para muchos el punto central del Evangelio: La justificación del pecador mediante la fe sola, cobró una dimensión sin igual en provecho de la verdad del Evangelio.

Sólo para concluir con este “poco de historia”, cito sus palabras ante el tribunal (Dieta Imperial Worms): “Dado que Vuestra Majestad y vuestras señorías desean una respuesta simple, responderé sin palabrerías y sin pelos en la lengua. A menos que sea convencido por la Escritura y por la simple razón -no acepto la autoridad de los papas y de los concilios, porque se han contradicho unos a otros- mi conciencia está cautiva de la palabra de Dios. No puedo y no voy a retractarme de nada, porque ir en contra de la conciencia no es ni correcto ni seguro. Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa. Dios me ayude. Amén.”

Hay una verdad, somos historia, y no meramente que estamos colocados en ella. El pasado nos está diciendo permanentemente nuestras verdades y orientando nuestro presente, de esa común historia, que Dios la está llevando en el cumplimiento de sus propósitos redentores y de los cuales debemos ser participantes activos.

“Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma.” Jer.16:6.

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